El realismo, que no fue un movimiento unitario ni cerrado, nació en buena parte como respuesta -incluso como reacción- al excesivo deseo de encontrar una belleza ideal por parte de los neoclásicos y al sentimentalismo exacerbado de los románticos.
Para los realistas esa belleza anhelada estaba -en la mayoría de las ocasiones- lejos de encontrarse en este mundo y mucho menos, desde luego, en el día a día de la gente corriente. Tampoco, desde su punto de vista, las respuestas radicalmente emotivas ayudaban precisamente a una mejor compresión de la verdadera realidad. Escritores como Émile Zola y Edmond Curanty reflejaron en su literatura las nuevas tendencias naturalistas y veristas.
Los pintores realistas -muchos de ellos comprometidos social y políticamente- pintaron muchas escenas costumbristas y muchos paisajes, pero -claro- también muchos temas críticos con los que denunciaban el deterioro social y las nuevas realidades -muchas veces terribles- que creaban el incipiente industrialismo y la rapidez inusual de los cambios constantes. Fueron ambivalentes en cierto sentido porque, hombres de su tiempo, no podían dejar de sentirse verdaderamente fascinados por las transformaciones imparables de un progreso desconocido hasta entonces, pero tampoco podían dejar de ver -no estaban ciegos- a las brutales desigualdades y las amenazas que se cernían sobre la calidad de vida. Su premisa básica fue plasmar -con belleza, pero sin artificios- la realidad social del momento.
Publicación emblemática: Le réalisme (1856).
Artistas más representativos:
Gustave Courbet (1819-1877).
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Adolf von Menzel (1815-1905).
Jean François Millet (1814-1875).
Édouard Manet (1832-1883).
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